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viernes 19 abril 2024



- 10/04/20
UNA COPA DE ORO
Cuento desde sensaciones de afición del ayer, sentidas con proyección de mañana

Rodrigo García Bergareche

Un suspiro antes de que los cajones se hayan abierto del todo, los cuartos traseros de veinte caballos ya estaban impulsándose hacia el instinto, suena un chasquido seco chác y da comienzo la carrera

  • Del silencio a la tempestad se desbordan torrentes de adrenalina, todo puede suceder en este devenir efímero; las gateras tiemblan cuando salen al disparo las pasiones que se tenían encerradas y briznas de hierba y barro vuelan despedidas…

  • El sosiego de un sol atardeciendo sobre las copas de los árboles, apiñados tras la valla al espectáculo, les recibe; precisamente son los palos el lugar favorito de nuestro caballo ganador -o perdedor ¿quién puede saberlo a estas breves alturas?- y hacia su querencia lo arrea ligeramente quien se encarama a la silla, tomando cierta ventaja de inicio con el resto: es éste un caballo vanguardista.

    Bruma al amanecer, silbidos, el frío fuera de la cuadra humeante, estiércol, un mozo extiende manzanas y un frescor verde me rompe en la boca

  • Empieza así todas las mañanas un ritual que le pone en sintonía: primero espera a que preparen su almuerzo, mientras mastica a ritmo de legañas lo cepillan, le retiran las pajas enredadas en las crines y la cola y le dan lustre con un paño; luego, es vendado y ensillado. Con ayuda del preparador, sube a su lomo un peso ligerísimo que escucha las órdenes para el entrenamiento matutino, en el cual sus respiraciones acompasadas y el vaho de sus ollares enrojecidos se unen a los demás, adentrándose en la niebla acelerando poco a poco por la arena húmeda. Es esta la rutina con la que va cogiendo el tono, cincelando una musculatura portentosa y estilizada a lo largo de los meses. Sin embargo, en su caso, el hábito y la costumbre, el extenso reino de lo consabido y la monotonía están proyectados hacia lo inesperado, hacia el terreno inescrutable y efímero de lo insólito, pues no todos los días corre uno la Copa de Oro de San Sebastián.

  • Emana de cada tarde de carreras una energía estática, un ambiente eléctrico que el caballo, por naturaleza de sangre nerviosa, siente e intuye desde los establos. Y vive especialmente en las palpitaciones de la excitación la raza que nos ocupa, el purasangre inglés, que se alimenta y sobrecarga en esas ansias telúricas; de las cuales, el rumor de la multitud, la megafonía y el galop final de la ópera de Guillermo Tell al darse las largadas son sus manifestaciones tangibles.

  • Mediada la tarde del gran día, tras una de las primeras pruebas, retorna a las cuadras el entrenador: es un viejecillo adusto que probablemente ande más cómodo entre equinos que entre congéneres. Sin dejar de apretar los labios, oprimiendo un cigarro que se consume en balde excepto por chupadas aisladas que suelta por la comisura, dirige unas operaciones cuyas comandas se sobreentienden; bajo su atenta mirada -y la de uno de esos corrillos de gentes varias que se forman con placer para mirar el trabajo ajeno-, un subalterno, manguera en ristre, le da un agua al protagonista de esta historia, que agradece el alivio bajo el calor del verano. Solo le enerva ese momento en el que el celoso manguerero tiene a bien refrescarle la cabeza: la levanta rápidamente a la vez que echa hacia atrás las orejas con insistencia, frunce el belfo y lanza medias coces al aire «¡Te pilla una de esas y te deja listo…!» augura con sorna uno de esos sabios ilustres, al que el director de orquesta, expulsando una nube de humo, mira fijamente entre la juerga general, desatada tras la mudez casi litúrgica que campeaba solemnemente. Al dar por concluida la ducha, el mismo individuo lo seca: empuñando por sus extremos un fleje de aluminio y siguiendo el sentido del pelo, efectúa unos movimientos largos, firmes y rápidos con los que achica el agua sobrante; esta labor hace enmudecer de nuevo a los presentes, atrapados en el trazo y fricción del metal y el golpe brusco del agua en el cemento. Ya seco, después de almohazarlo y plasmar un motivo de cuadros en la grupa -conseguido al pasar el cepillo sobre una plantilla-, se afana con una gamuza muy suave por todo su cuerpo, bruñendo el diamante hasta que reluce al sol un negro azabache. Para terminar, le pone la cabezada y lo ensilla, ajusta la cincha, pliega los estribos a fin de que no le golpeteen los costados y le coloca una muserola blanca sobre el morro.

    «¡Sí señor ¡Está hecho una pintura!»

  • También se escuchan comentarios como ése en el paddock abarrotado. Durante el paseo público algunos de los animales atienden alternativamente a cada estímulo con una fascinación desmedida en lo que ocurre: ya pueden estar observando los rostros cercanos que los escudriñan, cuando un sonido peculiar en el extremo opuesto tira primero de sus orejas y luego de la cabeza en aquella dirección, hasta que cualquier otro aspecto concreto y arbitrario de la realidad los seduzca… Los hay introvertidos que se recogen dentro sí y pareciera que solo les interesara el suelo delante de ellos, como si concienzudamente mordisquearan y salivaran en el filete profundos quebraderos existenciales, preguntándose quiénes son y qué hacen allí; uno se muestra, a su vez, colérico e incomprensible, tirando patadas, rebrincando, asustando a los más próximos, atizando cabezadas al mozo que lo pasea por la pequeña elipsis. Órbita que es analogía de otra, ésa en la que se jugarán los cuartos, porque en esta previa no existe principio ni final, ni hay un primero o un último: el tiempo aún no ha dado comienzo en el limbo a la sombra de los plataneros, en un paraje de calma ávida donde se comprimen muelles esperando a ser soltados.

    Risas carcajadas, muchas caras, dientes de personas, olor a tinta de programa, a puro, perfumes, conversaciones más altas que otras, discusiones sesudas, meadas bostas intensas, botellines rodando, calores, hielos contra cristales, chácharas chicharras intrascendentes

  • El jinete habitual del caballo se ha bajado de uno anterior en el recinto de ganadores, ha subido a un podio, ha sonreído para las fotos y se ha dirigido al pesaje tras la carrera con la silla en el brazo; sin demora, entra al cuarto de jockeys y se cambia, listo para empezar otra vez. Así, un goteo de botas de montar y pantalones blancos va haciendo acto de presencia en el paddock desde el vestuario: se distinguen entre el ir y venir de la multitud pinceladas de vivos colores en movimiento, ya que el camino que recorren atraviesa parte del hipódromo y pasa por delante de la larga barra de uno de los bares atestados. Varias miradas atisban la chaquetilla verde con cruz de san Andrés morada y mangas y gorra blancas, quien la porta viene riéndose y compadreando con un igual, de gris a cuadros granates; al separarse de él, encamina sus pasos hacia la figura del viejo entrenador, quijotesca y solitaria al pie de un árbol, observando los ejemplares que desfilan ante él. Su potro, de crianza propia en la edad clásica de los tres años no es muy grande, lo que le beneficia en el trazado del valle de Zubieta, y a su vez, posee una cualidad -al igual que ciertos toros la “bravura”-, que en la jerga se denomina “corazón”: nunca se da por vencido y siempre se estira y acelera un poco más para llegar a la meta el primero.

  • Delante, trota piafando el favorito, un alazán enorme e inédito en el terreno que seguramente se muestre incómodo en las curvas; su porte majestuoso atrae la admiración de muchos, compartida con un tordo rodado que no tiene nada que hacer pero que recibe dinero de neófitos en taquillas debido a su capa. Y ya se dan las últimas instrucciones a la parte racional del tándem, cuando agranda el nerviosismo y las expectativas el silbatazo punzante del pito para que monten los jockeys; y sin mucha dilación, se termina de echar la suerte con una nueva señal para vadear un río definitivo y misterioso y bajar a la pista a hacer el paseíllo. Los participantes, conducidos por sus mozos, se pasean ante las tribunas por orden numérico mientras el locutor los presenta, así como su jinete, preparador y cuadra: «Con el número 14: ¡Keats! tres años y 54 kilos de peso bajo los colores de la yeguada san Juan de la Cruz, con la monta de Olinos Conde y preparado por Máximo Estrella…»

  • La quietud del monte anejo es perturbada por el clamor. Sus ovejas siguen pastando tranquilamente cuando se anuncia que la bandera azul ha sido izada, se revuelven los caballos en los cajones y los estómagos de los aficionados cosidos a sus prismáticos, al decir alguien para sí o para los demás que ya están todos dentro. Los escasos segundos antes de que el juez dé la orden de salida se paladean con morosidad, recreándose en la inminencia de aquello que llevan esperando un año; pues los verdaderos devotos, aquellos que consideran aquel hipódromo su hogar, no podrían estar en otro sitio cada quince de Agosto a la hora en que se da la salida de la Copa de Oro.

  • Ya se aloja junto a la valla en primera posición aquel que nos ocupa; junto a su pareja, es aún una mancha verde y blanca sobre negro que se mueve rauda y va definiendo sus formas a la vez que se acerca a las gradas a rebosar, que braman a lo lejos. Parece que tuviera prisa por arribar a ellas, ante la gente; al hacerlo, se escucha el estruendo del griterío y los aplausos, fundido con el sonido de ochenta cascos atronando al galopar. Tras atravesar por primera vez la recta, llega al poste: «¡Ahí va Keats marcando el paso…!» con ritmo alegre, tras su estela el paquete -una alargada formación elástica de variopintas tonalidades-, toma la primera de las dos peculiares curvas de Lasarte tirando sus manos hacia ella, gozoso de saludarla una vez más, se ciñe a su dibujo sin perder velocidad, sigue el camino que le marca con destreza su montura, que se sabe hasta los agujeros de la pista. Como si en la cresta de una ola navegara, avanza exultante pegado a los palos blancos, que contienen la respiración cuando pasan las exhalaciones junto a ellos: un sacudimiento de tierra, fragores de estampida y vuelta a la calma. El don de Olinos le permite incluso acelerar un pelín a la salida de la curva inicial y tomar algo más de ventaja...

    Euforia y energía aprieto salgo desbocado hacia la meta ganar en un paseo lucirme ante la grada, de las riendas a mi boca movimientos firmes, me contengo.

  • En la recta de enfrente siempre se hace el silencio. El público no es más que un rumor, el son acompasado del galope un salmo que induce a este sosiego momentáneo, se adentran por ella como si de un páramo deshabitado se tratara, eterna y efímera a un tiempo; a su término se vislumbra el principio del fin, preludios de gloria o pesadumbre, la lucha por la victoria, el frenesí de los últimos metros… Nuestro fogoso potrillo aventaja en tres cuerpos al resto de corredores, que vigilan sus movimientos y reformulan las estrategias al acontecer vertiginoso; ajeno a esas conjuras sigue galopando viendo pista diáfana, sin nadie que por el momento le dispute la punta, ya que él tiene inclinaciones particulares y gusta de correr solo, colocarse delante y tirar de la carrera. No le agrada eso de situarse en medio del embrollo, tapado por todos los demás, se siente encerrado y su rendimiento no es el mismo; sin embargo, lo que tanto le irrita ocurre de improviso, descentrándolo y quemándose: aparece un contrincante intentando ponerse a su par.

    «Sigue Keats en primera posición y alcanza al poste de los mil metros comandando la prueba sin signos de flaqueza seguido muy de cerca por el número 11 de Mosca… Se acercan a la curva con tranco vivo y varios cuerpos de ventaja el grupo empieza a reaccionar yéndose tras ellos... »

  • “Se pueden dar kilos, pero no cuerpos” dice el dicho, y menos justo antes de que comience el desenlace, todo se va a decidir en poco tiempo. A medida que abordan la curva de Bugati, Olinos le aguanta en la rienda para que baje el paso, le da así un respiro - siguiendo la estrategia acostumbrada- para reservar unas fuerzas que serán extremadamente valiosas, y a su vez, sirve como maniobra de distracción. Quizás desde la grada haya alguien que piense, efectivamente, que desfallece, que empieza a correr hacia atrás, es parte del ardid: «Normal ese ritmo no lo puede mantener…» le dice un espectador a su compañero presa de la emoción, sin perder ojo de lo que sucede en la lejanía; «Joder, le llevo de base y este se me hunde hoy…» apostilla otro entre dientes mientras, en apariencia, se desvanece su sueño de ir a cobrar a la taquilla como se entrega al aire el penetrante humo del veguero que sostiene en los dedos. Por contra, hay algunos que saben de este respiro o lo intuyen y se sonríen ante el desconcierto o tranquilizan a las personas de poca fe. Unos cuantos niños recitan una cantinela incansable: «¡Ké-ats! ¡Ké-ats! ¡Ké-ats! ¡Ké-ats!... » a la que ponen más interés que a lo que pasa en el verde, y que bien pudiera ser exasperante en condiciones normales para los que los rodean, pero a la que nadie atiende ahora. «Venga venga tienes que ganar no puedes perder» piensa otro más introspectivo, manteniendo la ilusión ciega de que su caballo favorito gane, no ve nada tras las torres que se alzan ante él y se recoge en una proyección imaginaria construida a retazos de lo que narra el comentarista y los pequeñísimos atisbos de visión que a veces se le abren como agua al sediento, hasta que de pronto un alma benefactora y comprensiva lo sube a hombros despejando todas sus aflicciones. No solo desde las tribunas, varios miembros del paquete se relamen creyendo advertir una pájara, «le tenemos» pensarán, ven un escollo menos para conseguir la victoria y se animan, son una jauría de lobos amenazando su grupa, pero él se mantiene primero al terminar de trazar la célebre curva endiablada, y ya recto, siente la seguridad de la trinchera desde la que se hará fuerte.

  • Con el refugio de los palos ganado entra en la larga recta final de Lasarte que se abre prometedora algo más de quinientos metros en una leve cuesta abajo. Olinos se mantiene inmóvil sobre la silla, permanece así unos instantes que se hacen eternidades, aguardando el momento perfecto para dar comienzo al ataque; detrás la guerra ha comenzado y todos empiezan a poner en marcha su punta de velocidad, el tal Mosca no puede rebasarlo aun completamente exigido y pronto se lo traga el maremágnum, lo único que ha hecho ha sido molestar. Por fin, mirando de reojo hacia su izquierda y descargando un ligero golpe de fusta en el hombro poderoso donde se marcan unas venas de fina orfebrería, da la señal para que suelte todo lo que lleva dentro y empiece a correr como nunca lo ha hecho; al punto, como un maniaco lo empuja con las riendas, agazapado tras la cabeza se acopla a sus movimientos y los sigue: lanza y recoge los brazos a la vez que el potro hace lo propio con el cuello, que baja y sube según el tranco del galope, lleva las manos hasta casi las orejas o las trae de vuelta hacia su cara, a la que azotan las crines negras en el vaivén. Brioso, con elegancia y garbo sobre la silla -a la francesa-, se vacía con un sentido estético innato, en estilizada armonía con su pareja, sosteniéndose en el estribo sobre la pura punta de apenas dos dedos del pie; le empuja y le alienta para que dé un poco más de sí mismo cada metro. Un caballo intenta llegar a él, pero es un ataque tímido y puede repelerlo con facilidad.

  • A la altura de la grada abandonada, rebasado el poste de los trescientos metros, se presenta ya un ataque serio de un buen competidor: es el alazán gigantesco haciendo lucir su favoritismo. Surge pegado a ellos, piel con piel, Keats le propina de repente un fugaz mordisco, como hiciera Great Prospector a Golden Derby en Belmont Park, y lo reta cruzando la mirada con él, mirada asesina de un poseso que guarda en sus genes la victoria. Se crece en la pelea y consigue dar un acelerón más, el otro no se amedrenta ni se viene abajo y mantiene el tipo y la igualada: «¡Vuelan por la recta Keats y Fierabrás cabeza con cabeza en una lucha épica…!» La fresca emoción de dos purasangres ingleses en dura pugna por el triunfo, ninguno cede un palmo de terreno, les va la vida… Silban vuelan fustas a la carne siento el perdigón en las mías Dejan atrás la marca de los doscientos metros, tragan terreno a una velocidad de vértigo y se disponen a afrontar el furlong restante, por detrás nadie parece que pueda seguir el ritmo; la mole alazana que echa el resto junto a él le tapa el sol y su enorme sombra se traga la suya, nota el cansancio pero no ceja en su determinación y ya consigue despegarse del enemigo poseído por un fuerza extraña…

  • El universo por entero vibra en ese punto concreto del tiempo y del espacio, los rebaños levantan la cabeza del pasto, las aves que van volando se paran a mirar. El temible Fierabrás es un lastre soltándosele del costado, el arañazo final de un tigre que no puede seguir la carrera. Apenas les quedan cien metros, desfallecido sigue estirando sus patas hacia la gloria, hacia la visión de un prado dorado, pero va perdiendo viveza inevitablemente… «¡Vavavá chico ya estamos un poco más!» le grita una voz sobrexcitada encima de él.

  • Y así, no se dan cuenta hasta el último suspiro que se viene por fuera y endiablada una chaquetilla blanca de lunares verdes: «¡ATENCIÓN QUE APARECE POR EL EXTERIOR LA NÚMERO SEIS! Llega con aires ganadores, Keats aguanta por dentro con Olinos volcado sobre la silla, se lanzan ambos a la victoria ¡QUÉ METROS FINALES! …»

  • Venida desde las antípodas, en la última posición del pelotón, con un remate de menos a más y acelerando portentosa a lo largo de la recta interminable, la yegua alcanza el clímax en esos metros decisivos: ha remontado mucho pero acude de tan atrás que la victoria no se decanta para ninguno de los dos, el público se ha dado cuenta de la nueva invitada y se dividen los apoyos, unos quieren que aguante el puntero y otros que venza ese remate sorpresivo, la gente se desgañita: saltan absortos en la llegada dominados por un furor, convencidos de que sus gritos se convierten en fuerza efectiva y real, oxígeno milagroso, Keats saca fuerzas de flaqueza para resistir ese ímpetu a destiempo.

    Fuego en los pulmones estiro cabeza cuello vida

  • El desenlace de aquellos cincuenta metros agónicos se sucedió en unos segundos. En las tribunas surge una conversación de corazón en la garganta, nerviosa y apresurada que intenta dilucidar el resultado: «-Yo creo que ha aguantado… -No sé yo, ha acabado muy fuerte…»

    «¡Menudo desenlace para esta gran edición de la Copa de Oro! Vaya final increíble que nos han brindado Keats y C’est la vie hasta el último tranco… El ganador se resolverá por fotografía, conserven sus boletos de apuestas hasta que se dé el orden definitivo…»

  • Con el tiempo, todavía en los buenos aficionados reverberaba aquella emoción vivida a orillas del Oria, cuando el sol caía la tarde de un quince de Agosto cualquiera, a la luz de un verano donostiarra…

    «….Ganó por una nariz en el espejo, qué corazón y qué remate y ¡qué carrera!… »










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