Confesemos de entrada que lo nuestro es el turf, “fast and flat”, que decía el maestro Savater, que eso del mundo llamado “rosa” no entra dentro de nuestra especialidad, pese a lo extendido –hasta la nausea- que hoy se encuentra en todo medio audiovisual. Confesemos igualmente que nuestros conocimientos sobre las costumbres de los árabes en materia matrimonial son manifiestamente mejorables, pues todo indica que nos hemos quedado periclitados en tal materia, anclados en la creencia de que los varones de esa raza –que, como es sabido, son los únicos que cuentan en la población musulmana, convertidas las hembras en un humilde y despreciable saco en el que depositar la semilla vital- tenían un sinnúmero de mujeres, dependiendo de su categoría social, de las que se iban sirviendo a su capricho y conveniencia y con las que continuaban profusamente la especie. Confesemos finalmente que tal hábito no era sino la expresión de lo que su religión demandaba o –más concretamente- de los preceptos que el libro dictado por Alá como Ley religiosa –el Corán- ordenaba a sus fieles que, ineluctablemente, como ocurre en toda religión “del Libro”, debían cumplir a rajatabla. Confesemos, en suma, nuestra ignorancia en todo tipo de Historia Sagrada.